2024/01/12

Noche 295



Pero cuando llegó la 295ª noche

Ella dijo:

... apresuróse a volver a casa de Sindbad el Marino, que le recibió con aire afable, y le dijo: "¡Séate cosa fácil la amistad aquí! ¡Y la confianza sea contigo!" Y el cargador quiso besarle la mano, y al ver que Sindbad no consentía en ello, le dijo: "¡Dilate Alah tus días y consolide sobre ti sus beneficios!"

Y como ya habían llegado los demás invitados, comenzaron por sentarse en torno del mantel extendido en que vertían su grasa los corderos asados y se doraban los pollos rellenos deliciosamente con pastas de alfónsigos, de nueces y de uvas. Y comieron, y bebieron, y se divirtieron, y se regalaron el espíritu y el oído escuchando cantar a los instrumentos bajo los dedos expertos de sus tañedores.

Cuando acabaron, habló Sindbad en estos términos, en medio del silencio de los convidados:


La segunda historia de las historias de Sindbad el marino, que trata del segundo viaje

Verdaderamente disfrutaba de la más sabrosa vida, cuando un día entre los días me asaltó la idea de los viajes por las comarcas de los hombres; y de nuevo sintió mi alma con ímpetu el anhelo de correr y gozar con la vista el espectáculo de tierras e islas, y mirar con curiosidad cosas desconocidas, sin descuidar jamás la compra y venta por diversos países.

Hice hincapié en este proyecto, y me dispuse a ejecutarlo en seguida. Fui al zoco, donde, mediante una importante suma de dinero, compré mercancías apropiadas al tráfico que pretendía explotar; las acondicioné en fardos sólidos y las transporté a la orilla del agua, no tardando en descubrir un navío hermoso y nuevo, provisto de velas de buena calidad y lleno de marineros, y de un conjunto imponente de maquinarias de todas formas. Su aspecto me inspiró confianza, y transporté a él mis fardos inmediatamente, siguiendo el ejemplo de otros varios mercaderes conocidos míos, y con los que no me disgustaba hacer el viaje.

Partimos aquel mismo día, y tuvimos una navegación excelente. Viajamos de isla en isla y de mar en mar durante días y noches, y a cada escala íbamos en busca de los mercaderes de la localidad, y de los notables, y de los vendedores, y de los compradores, y vendíamos y comprábamos, y verificábamos cambios ventajosos. Y de tal suerte continuábamos navegando, y nuestro destino nos guió a una isla muy hermosa, cubierta de frondosos árboles, abundante en frutas, rica en flores, habitada por el canto de los pájaros, regada por aguas puras, pero absolutamente virgen de toda vivienda y de todo ser humano.

El capitán accedió a nuestro deseo de detenernos unas horas allí, y echó el ancla junto a tierra. Desembarcamos en seguida, y fuimos a respirar el aire grato en las praderas sombreadas por árboles donde holgábanse las aves. Llevando algunas provisiones de boca fui a sentarme a orillas de un arroyo de agua límpida, resguardado del sol por ramajes frondosos, y tuve un placer extremado en comer un bocado y beber de aquella agua deliciosa. Por si eso fuera poco, una brisa suave modulaba dulces acordes e invitaba al reposo absoluto. Así es que me tendí en el césped, y dejé que se apoderara de mí el sueño en medio de la frescura y los aromas del ambiente.

Cuando desperté no vi ya a ninguno de los pasajeros, y el navío había partido sin que nadie se enterase de mi ausencia. En vano hube de mirar a derecha y a izquierda, adelante y atrás, pues no distinguí en toda la isla a otra persona que a mí mismo. A lo lejos se alejaba por el mar una vela que muy pronto perdí de vista.

Entonces quedé sumido en un estupor sin igual e insuperable, y sentí que mi vejiga biliar estaba a punto de estallar de tanto dolor y tanta pena. Porque ¿qué podía ser de mí en aquella isla, habiendo dejado en el navío todos mis efectos y todos mis bienes? ¿Qué desastre iba a ocurrirme en esta soledad desconocida? Ante tan desconsoladores pensamientos, exclamé: "¡Pierde toda esperanza, Sindbad el Marino! ¡Si la primera vez saliste del apuro merced a circunstancias suscitadas por el Destino propicio, no creas que ocurrirá lo mismo siempre, pues, como dice el proverbio, se rompe el jarro cuando se cae dos veces!"

En tal punto me eché a llorar, gimiendo, lanzando luego gritos espantosos, hasta que la desesperación se apoderó por completo de mi corazón. Me golpeé entonces la cabeza con las dos manos, y exclamé todavía: "¿Qué necesidad tenías de viajar ¡oh miserable! cuando en Bagdad vivías entre delicias? ¿No poseías manjares excelentes, líquidos excelentes y trajes excelentes? ¿Qué te faltaba para ser dichoso? ¿No fué próspero tu primer viaje?" Entonces me arrojé al suelo de bruces, llorando ya la propia muerte, y diciendo: "¡Pertenecemos a Alah y hemos de tornar a él!" Y aquel día creí volverme loco.

Pero como por último comprendí que eran inútiles todos mis lamentos y mi arrepentimiento demasiado tardío, hube de conformarme con mi destino. Me erguí sobre mis piernas, y tras de haber andado algún tiempo sin rumbo, tuve miedo de un encuentro desagradable con cualquier animal salvaje o con un enemigo desconocido, y trepé a la copa de un árbol, desde donde me puse a observar con más atención a derecha y a izquierda; pero no puede distinguir otra cosa que el cielo, la tierra, el mar, los árboles, los pájaros, la arena y las rocas. Sin embargo, al fijarme más atentamente en un punto del horizonte, me pareció distinguir un fantasma blanco y gigantesco. Entonces me bajé del árbol, atraído por la curiosidad, pero, paralizado de miedo, fui avanzando muy lentamente y con mucha cautela hacia aquel sitio. Cuando me encontré más cerca de la masa blanca, advertí que era una inmensa cúpula, de blancura resplandeciente, ancha de base y altísima. Me aproximé a ella más aún y la di por completo la vuelta; pero no descubrí la puerta de entrada que buscaba. Entonces quise encaramarme a lo alto, pero era tan lisa y tan escurridiza, que no tuve destreza, ni agilidad, ni posibilidad de ascender. Hube de contentarme, pues, con medirla; puse una señal sobre la huella de mi primer paso en la arena y de nuevo la di vuelta contando mis pasos. Por este procedimiento supe que su circunferencia exacta era de cincuenta pasos, más bien más que menos.

Mientras reflexionaba sobre el medio de que me valdría para dar con alguna puerta de entrada o salida de la tal cúpula, advertí que de pronto desaparecía el sol y que el día se tornaba en una noche negra. Primero lo creí debido a cualquier nube inmensa que pasase por delante del sol, aunque la cosa fuera imposible en pleno verano. Alcé, pues, la cabeza para mirar la nube que tanto me asombraba, y vi un pájaro enorme, de alas formidables, que volaba por delante de los ojos del sol, esparciendo la oscuridad sobre la isla.

Mi asombro llegó entonces a sus límites extremos, y me acordé de lo que en mi juventud me habían contado viajeros y marineros acerca de un pájaro de tamaño extraordinario, llamado "rokh", que se encontraba en una isla muy remota y que podía levantar un elefante. Saqué entonces como conclusión que el pájaro que yo veía debía ser el rokh, y la cúpula blanca a cuyo pie me hallaba debía ser un huevo entre los huevos de aquel rokh. Pero no bien me asaltó esta idea, el pájaro descendió sobre el huevo y se posó encima como para empollarlo. ¡En efecto, extendió sobre el huevo sus alas inmensas, dejó descansando a ambos lados en tierra sus dos patas, y se durmió encima! (¡Bendito El que no duerme en toda la eternidad!)

Entonces, yo, que me había echado de bruces en el suelo, y precisamente me encontraba debajo de una de las patas, la cual me pareció más gruesa que el tronco de un árbol añoso, me levanté con viveza, desenrollé la tela de mi turbante...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

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